Ana
―En el fondo, todos hemos perdido algo ―dijo Ana, señalando el vacío que se formó al centro del rompecabezas.
Casi completo.
―Es una pena que la nariz de Monalisa ya no vaya a volver ―suspiró Mario con un tono que dejaba entrever que básicamente le importaba nada.
Ana arrugó la nariz al ver que Mario encendía un cigarrillo. Lucky Strike. Rojo. ¿Y quizás Mad Men? No, Mario no era Don pero para nada. Como la nada entremedio de la cara de Monalisa.
―Da Vinci se moriría de espanto. Otra vez ―. Poniendo los ojos en blanco mientras Mario daba una calada profunda al cigarrillo, Ana pensó que era una pena que los dos estuvieran allí, separados por el largo de una pequeña mesa de centro y por un puzle incompleto sobre ella. Cagados de calor, además.
―Tienes una cara de angustia Ana, ¿pasa algo?
―No es de angustia, sino hastío. Tú siempre has tenido problemas para entender hasta la expresión facial más básica, ¿no?
―Un poco.
―Me emputece Monalisa. Tú entiendes.
―Y el cigarrillo y el calor.
―Touché.
Pero todavía había un mango sauer y hielo en el refrigerador. No estaba todo perdido, razonó ella. Pero esos diez pasos desde la silla en donde estaba sentada y la cocina, probablemente deshidratarían todo lo que quedaba de ella antes de siquiera sacar un mísero hielo. Quizás Mario podría sacrificarse en su lugar.
―Oye, Mario pued…
―No me muevo de esta silla hasta que sean las nueve. El puto calor me mataría antes de llegar a la cocina ―le interrumpió él, vomitándole casi las mismas palabras que habían hecho eco en su cabeza (in your face, Darling) mientras le mostraba la palma de su mano en señal de stop.
Pero un stop que era de otro tipo, sintió ella, mientras hacía una mueca que Mario interpretó (de manera errónea) como de comprensión.
―¿Y el calor del cigarrillo?
―Son cosas completamente opuestas.
―Todo siempre es conveniente para ti.
―Déjame decirte que te equivocas. Llega a ser doloroso―. Mario arqueó las cejas, manifestando una sorpresa que Ana encontró ambigua―. Por ejemplo, que Monalisa no tenga nariz es una cosa que no me hace para nada feliz―. Mario soltó una carcajada, bastante falsa―. Y viste que hasta rimó.
Ana puso los ojos lo más blanco que pudo.
―Confundes lo conveniente con el ser feliz. Para ti, por ejemplo, felicidad sería el equivalente a nunca haber empezado este rompecabezas en primer lugar.
―No te entiendo ―masculló Mario con el cigarrillo entre sus labios.
―Yo tampoco ―suspiró Ana y era obvio que los dos mentían.
La pobre Monalisa. Ahí sin poder respirar como una buena (s)obra de arte. Ana jugueteó con su dedo entre el espacio que se formaba para la pieza faltante. Mario se quitó el cigarrillo de la boca.
―Lo que quiero decir es que sí, reconozco un poco de mi parte que si la sonrisa de Monalisa se hubiera perdido, esto no me hubiera afectado, lo cual hubiese sido conveniente. Pero es la nariz, Ana ―dijo, intentando explicarlo con las manos, de manera abstracta―. Es casi un acto criminal.
―Cualquiera pensaría lo contrario.
―Pero es la nariz Ana, no me digas que no entiendes.
Las tres de la tarde. Ana miró de reojo al reloj pegado a la muralla. Parecía que con Mario el tiempo siempre pasaba con una lentitud exasperante porque hacía apenas quince minutos que se habían puesto a armar el rompecabezas.
―Me siento como estancada. En varios sentidos. Metáfora incluida. Y qué asco, por dios.
Mario la observó atentamente mientras se llevaba el cigarrillo a la boca una vez más. El humo escapándose de sus fosas, creando una nube segundos después entre él y Ana, quizás tenía algo profético, pensó, y había algo de mentira y verdad en todo eso.
El humo se fue desvaneciendo segundo tras segundo hasta que sólo fue un hilito insignificante que salía de la colilla; él y Ana enfrentados, apenas separados por la mesita y la Monalisa sin nariz. Objetivamente ella estaba más cerca de lo que jamás había estado de él; pero eso significaba que al mismo tiempo estaban demasiado lejos, mención honrosa a lo cursi de la frase. Pero era verdad, todo con ella significaba un sinónimo con el antónimo pegado a su espalda.
―Te voy a confesar algo―dijo él, con los labios apretados para mantener el cigarro en su lugar―. Desde que nos conocimos, siento que nos empezamos a mover de manera opuesta. Incluso ahora, lo único que queremos hacer es salir corriendo en direcciones completamente contrarias. Pero digamos, por ejemplo esta mesa: es nuestro centro, nos atrae, siempre, pero mantiene la distancia precisa en la cual nos estamos buscando y alejando al mismo tiempo. Creo que es difícil encontrar tal satisfacción en estos días.
―Yo no me siento satisfecha para nada ―dijo Ana, un poco triste o muy alegre, según la perspectiva de Mario.
―Debe ser culpa de Da Vinci.
―Sí; claro. Ahora lo que no entiendo ―continuó Ana― es por qué nos buscamos. El noventa por ciento del tiempo que estoy contigo, pienso en que me gustaría estar en otro lugar. Fervientemente―. Hizo un ademán de pararse.
―Quédate ―dijo Mario, y quizás sonó más solemne de lo que hubiera querido. Ella se quedó en su lugar.
―Tú entiendes Mario, que no es solo esto. Es Monalisa, su nariz perdida y el puto Da Vinci por haber pintado esta cagada que no mide más de 45 centímetros de alto. Una burla.
―Terrible.
―Y míranos, todo es tan triste ―. Ella alzó los brazos en un intento de abarcar todo el espacio que ocupaban dentro de la casa.
―No es bueno generalizar.
―La pieza.
―¿Qué?
―La pieza del puzle ―dijo Ana, como si fuera una respuesta obvia―. ¿Dónde la perdiste?
Mario no tenía idea. Ana sabía que Mario no tenía idea, pero de todas formas preguntó. Se miraron fijamente por un rato, hasta que el cigarrillo apunto de consumirse por completo, le quemó los labios. Con una tranquilidad que no sentía, aplastó el cigarrillo en el espacio donde debía haber estado una nariz si no fuera porque había perdido la pieza de la cual no recordaba si quiera haber tenido una vez.
―En el fondo, es lo mismo ―continuó Mario, mientras miraba hacia los ojos azules de Ana, quien mantenía una poker face admirable (según Mario)―. Probablemente todos hemos perdido algo. El problema, me parece a mí, es que nadie recuerda lo que ha perdido, mucho menos cuándo. Y digamos que, hipotéticamente, tuve esa pieza del puzle y la perdí en algún recuerdo olvidado, que perfectamente podría haber sido cuando la tierra se partió, exclusivamente para tragarlo; era una noche de verano y nevaba. Pero eso no importa porque en realidad no recuerdo nada de eso, ni siquiera cuando compré el rompecabezas.
―Tú no estabas conmigo.
―Es un recuerdo que no existe, Ana. ¿Me entiendes?
―No; claro que no―. Ana se levantó en un movimiento brusco y de pronto no le importaba moverse y deshidratarse por culpa del calor.
―Quédate ―dijo Mario.
―Es exactamente lo opuesto, ¿verdad? ―preguntó Ana, suspirando. Estaba agotada de estar y no al mismo tiempo.
Mario asintió, desviando la mirada hacia la ventana. Afuera el cielo se envolvía de un azul sin nubes y el sol, a millones de kilómetros, parecía un mero adorno en la esquina.
Ana comenzó a besarlo. Ella siempre sabía a mango, y lo detestaba; él sabía a tabaco, y ella lo detestaba. Todo era un error por donde se le viera, pensaban los dos al mismo tiempo a medida que el calor se entremezclaba con sus lenguas, coordinando movimientos grotescos y pensamientos que no estaban claros en lo absoluto.
¿Cómo había conocido a Ana? Mario se preguntó tras una neblina imaginaria y Ana quitándose el vestido. Ah, cuando fue esa noche/amanecer. Eran las tres de la mañana y cinco minutos.
“¿Buscas algo?” le había preguntado Mario, un poco confundido por el sol y algo más.
“No tengo la más mínima idea” dijo Ana con toda honestidad, mientras giraba hacia él. Mario estaba en pijama, apoyado en el dintel de la puerta como la mayoría de sus vecinos, quienes habían salido a observar tan peculiar amanecer. Ana estaba a unos pasos de la entrada de su casa.
“Ah.”
“¿Y tú?”
“¿Yo? No, no busco nada” dijo él, muy seguro de sí mismo.
“No, quiero decir” se corrigió Ana, poniendo los ojos en blanco. “¿Has perdido algo?”
Mario arqueó las cejas.
“Todos hemos perdido algo.”
Ana asintió con un movimiento de su cabeza, aparentemente convencida de ese hecho. Entonces le indicó la parte baja de su camisa de dormir.
“Lo que puedo afirmar es que he perdido algo.”
“Ah.” Había dicho Mario sin sorpresa, mirando fijamente las múltiples manchas rojas que adornaban de manera casi angelical el camisón blanco inmaculado de Ana.
“Y honestamente” continuó ella, “no recuerdo haberlo querido buscar.”
A Mario le pareció justo y la invitó a tomar una taza café.
Crita [30.03.2014]
Pic: Saint-Germain, Paris. France. Winter 2013.